La ciudad sin ateos

Cuando el Napoli se consagró campeón y los festejos se extendían fuera del estadio, una reportera de la televisión local le preguntó a un niño, que no tendría más de 10 años y llevaba una máscara de Víctor Osimhen, si este jugador era su ídolo. “No, es Maradona”, respondió con una voz ingenua pero con la seguridad de que en sus prioridades, primero está Dios y luego el resto.
Nápoles es una ciudad que no experimentó una gran influencia de los dioses romanos o griegos. Júpiter y Zeus jamás posaron su mirada en ese alejado páramo del sur. Tal es la acefalía de deidades que adoptaron una muerta: el cadáver de Parténope, una de las tres sirenas que pereció al no poder seducir a Ulises, fue arrastrado por el mar hasta sus costas y enterrado allí, en el lugar donde se fundó la ciudad en su honor.
El tener que conformarse con las sobras de las grandes necrópolis fue una constante en Nápoles. O al menos lo era hasta que, en 1984, un Dios decidió abandonar la comodidad de la Sagrada Familia para posar sus pies en suelo napolitano y hacerlo florecer. Volverse terrenal para poder brindar protección a quienes nunca la habían tenido.
El pueblo napolitano, tan supersticioso, se sintió protegido y seguro. Por primera vez, el mapa se dio vuelta y el sur estuvo arriba. Romanos, lombardos, piamonteses o bávaros cayeron ante un Dios que se ponía al frente de sus tropas para comandarlas. Hasta el Papa, en el Vaticano, observó incrédulo cómo esa zurda brillaba más que su trono de oro.
Fiodor Dostoievski dijo: “Entre creer en Cristo o la verdad, elijo creer en Cristo”. Con la misma fe actuaron los napolitanos en 2020, en medio de una pandemia y con la cruda información que expresaban los noticieros sobre la muerte de Maradona. Decidieron salir a las calles, crearon altares, murales, cantaron canciones y rebautizaron su estadio, que dejó de tener el nombre de San Paolo para llamarse Diego Armando Maradona. Esta vez no enterrarían a un ser mitológico ajeno; elevarían hasta la eternidad a su propia deidad, capaz de gambetear incluso lo inevitable de la muerte.
Quien entendió a la perfección el credo y a sus feligreses fue Luciano Spalletti. Supo que quienes conocen a Dios no le iban a rezar a cualquier santo. “En Nápoles ha estado Maradona; ha jugado Maradona; ha ganado Maradona. Y cuando ha ganado Maradona, ha demostrado cuánta belleza hay en el fútbol. Por eso no podemos evitar llevar con nosotros un poco de esa belleza”. Es que, como también dijo Dostoievski, “la belleza salvará al mundo”. Las epopeyas logradas por Maradona son narradas por quienes la vivieron a las próximas generaciones. Nápoles es la única ciudad sin ateos.