Tótem

El tatuaje del escudo de Newell’s que Banega lleva en el muslo derecho señala de dónde proviene y hacia dónde debe regresar. Como los tótems de “Inception”, este marca su hogar y su realidad, que está allí en el césped del estadio Marcelo Bielsa, para jugar frente a miles de leprosos que corean su nombre y aplauden cada vez que toca la pelota.
Banega es un futbolista excepcional, no solo en el terreno de juego. En una época donde los jóvenes sueñan con vestir las camisetas de equipos europeos que utilizan en sus videojuegos, y donde los jugadores en el ocaso de su carrera prefieren destinos más cómodos para su retiro, él decidió regresar a Newell’s por segunda vez, sin preocuparse por el dicho de que “las segundas partes nunca fueron buenas”. ¿Acaso miles de creyentes dejan de esperar la segunda venida de Cristo porque piensan que será mala?
Banega frena, piensa, ejecuta. Va dos o tres jugadas por delante, como Roger Federer cuando jugaba al tenis. Tiene todo bajo control con la suela de su pie. ¿Que está lento? Él hace que la jugada sea más rápida. ¿Que no está físicamente para correr y presionar? Habrá otros 9 voluntarios para hacerlo; al menos que haya uno que juegue a otra cosa. La calidad estética de sus movimientos es magnética y lo vuelve omnipresente dentro del campo de juego.
Todas las dudas que su condición física había despertado en los escépticos se esfumaron apenas dio el primer pase. Como en esos videos de reencuentros de perros con sus dueños que regresan a casa, donde al principio los miran con recelo y luego, al reconocerlos, se lanzan con júbilo encima de su recién llegado amo. Banega volvió a Newell’s por dos motivos: ser feliz y hacer felices a los hinchas.